Ahí por el año 2007, Pelgrane Press, una pequeña compañía inglesa, no corría la mejor de las suertes. No les iba mal y habían publicado un par de juegos, pero no habían conseguido hacer un producto que permaneciera, que aportara algo al panorama de los juegos de rol. Y así, su editor, Simon Rogers, en una conversación con su amigo Robin D. Laws, le dijo una frase que cambiaría el mundo para siempre.
—¿A que no te atreves a escribir un juego de rol de investigación en 20.000 palabras?
No está claro que la frase fuera exactamente esa, pero la energía seguro que sí. 20.000 palabras es muy poco. La mayoría de aventuras que veis escritas por ahí no suelen bajar de las 10.000, para que os hagáis una idea. Por si fuera poco, diseñar un sistema de juego cuesta un trabajo que no está pagado en un sueldo establecido en número de palabras. Pero Rogers y Robin eran amigos, así que Robin asintió, se bebió su cerveza, hizo sonar sus nudillos y se puso a trabajar.
La premisa básica era sencilla; en un juego de rol tradicional, si estás buscando un dato importante para la trama y fallas la tirada, no encuentras el dato. Después de eso, más vale tirar la toalla porque el resto de la aventura va, como un embudo, detrás. Por eso tu máster hace trampas y te dice que te ha parecido ver algo, que tires de nuevo o que repitas de nuevo ahora que tienes no sé qué objeto… Pero, si ya sabemos que vamos a hacer trampas para mejorar la partida, ¿por qué llamarlo trampas y no mecánica?
Robin D. Laws, ideó así algo que en su momento fue revolucionario: si lo necesitas para avanzar, TE LO REGALO. Sin más. Si estás buscando algo importante para la trama, la simple acción de anunciar que buscas el dato correcto en el sitio correcto ya hace que lo consigas. A día de hoy, donde lo normal es que el jugador tome el control de la narración cada poco tiempo, te puede parecer más que superado, pero esto ocurrió hace casi quince años. Y aún hay más.
Claro que esto se podría convertir rápidamente en un juego de niños. Un bebé aporreando botones del juguete para escuchar cómo la vaca dice «mu», el perro «guau» y el pato «cuac». Aburrirse mientras se agotan todas las combinaciones posibles, como en una aventura gráfica cualquiera, esperando a que el director no haya sido tan maquiavélico de plantear la posibilidad de que el mono sea la llave inglesa que cierre el grifo que apaga la catarata.
Para evitar eso, Robin tenía claro que necesitaba un reloj de arena. Algo que hiciera a los jugadores sentir que el caso debía avanzar. Y no debía dejarlo todo en manos de un máster diligente con una trama perfectamente configurada, sino que necesitaba poder contar los granos de arena de dicho reloj. Por eso, si un jugador anuncia que utiliza una habilidad en un lugar que no es exactamente la combinación correcta, debe gastar puntos. Este gasto le va a dar pistas para encontrar la clave, como cuando fallas desvelando dos fichas del Memory, que al menos puedes saber dónde está la siguiente pareja.
Conseguir el equilibrio exacto entre esas dos mecánicas no es nada fácil, pero con un coste bajo de fallar y un montón de habilidades que combinar, Robin consiguió ese momento «eureka»que todos los diseñadores de juegos buscan con ahínco. Si hubiera menos habilidades, conseguir la combinación correcta sería demasiado sencillo. Si los personajes tuvieran pocos puntos a repartir, la frustración de haber gastado esos puntos para nada sería demasiado. Como el secreto del punto exacto del pescado, solo los grandes saben colocar las palanquitas que lo mueven todo donde deben.
Robin D. Laws es un genio y con Gumshoe demostró ser, además, un gran relojero. Necesitaba muy pocos engranajes en su juego y consiguió que todos estuvieran perfectamente encajados, de manera que, si movías uno, el otro se moviera en consecuencia. Al tener tantas habilidades, los personajes son siempre únicos, y su historia está contada en ese set concreto de las mismas. Y todo, sin perder la esencia de las historias de investigación. Al fin y al cabo, «Gumshoe» es un palabro inglés que se refiere a los investigadores privados pero que, antes de eso, se utilizaba para referirse a los ladrones. Gente que merodea por lugares para conseguir cosas.
Aunque es una imposibilidad evidente, es inevitable imaginar a Cat pagando las cañas, ella sola en el metafórico bar del principio, satisfecha por haber conseguido que su amigo se pusiera a trabajar. Y, cuando todavía estaba calculando la propina, apareciera de vuelta Robin con sesenta folios mecanografiados, pidiendo otra caña y respondiendo:
—¿Que no me atrevía?
Con esto hemos explicado un poco sobre Gumshoe, pero todavía queda mucho más. Y todo bueno. Stay tunned.