Wamatse: Rubén

Me hace un gancho a las costillas, me cubro. Barrido a la pierna adelantada; la elevo. Marco con un directo rápido, luego un «uno dos»; se cubre. Es veloz pero sus antebrazos son débiles, lo noto. Insisto, castigando con algo más de fuerza, pero me reservo. Lanza un gancho ágil a mi diestra mientras se retira. Lo ignoro. Me pasa a varios centímetros de la mandíbula. Fue un gancho cobarde. Proyectado para cobrar distancia. Sabe que le estoy tanteando, este tipo ha oído hablar de mí y se teme la ostia. Seguimos botando mientras sudamos. Por un momento, vuelve a mí la realidad más allá de mi oponente: gritos, personas alrededor, tabaco, apuestas, ánimos y miradas de bultos anónimos de gordos y mujeres. Quieren un espectáculo, no un combate. Eso lo tengo claro. Sé lo que estoy haciendo aquí. Soy un profesional.

El rumano se lanza contra mi cintura buscando llevarme al suelo. Le dejo llegar, pero anclo mis piernas atrás y balanceo el cuerpo haciendo contrapeso para que no pueda proyectarme. Es otro tanteo, si entiende de cuerpos me lanzará sobre su cadera haciendo un rápido vacío. No lo hace. Sonrío. Joder, este no tiene ni puta idea. Le meto un codazo en las lumbares de regalo y le dejo forcejear un poco. No logra una mierda y le castigo el hígado un par de veces mientras él golpea mi cadera como un imbécil. ¿A eso lo llama ganchos? Se aparta otra vez y lo dejo hacer. Nos miramos por encima de los guantes de cuero, sin acolchado.

—¿Te ha gustado que te toque, maricona? –Me dice de pronto la puta rata rumana esta.

–Cuidadito con lo que dices –le respondo, o eso creo. No sé si he hablado o solo lo he pensado. Los ojos se me inyectan, lo noto y él también. Si sus palabras fueran un gancho, me lo habría comido de pleno. Eso también lo nota.

–¡Ah! ¿Eres una maricona? Tienes toda la pinta je, je, je… maricona –me lanza un low kick con entusiasmo. Intento esquivarlo, pero no lo logro. Buena patada. Me ha descentrado. Continua con un recto y sigue una combinación de ganchos y rectos que termina con una patada a la cara. Me cubro de todo y aguanto. Pienso en Víctor. Mi mejor amigo. Gay. En todo lo que ha tenido que sufrir en su puta vida. En cómo, a veces, se le escapa alguna mirada que va más allá de la ternura. En cómo la oculta lo más rápido que puede porque el mayor miedo que tiene en esta vida es a perderme. El rumano continúa haciendo combinaciones. Exhalo y encajo, me muevo y finto. Encajo, salto, me desplazo, encajo. Pienso en Víctor. Él sí que ha encajado ostias en la vida. Joder Víctor no es gay, Víctor es un jodido superviviente. Eso lo define mejor que «gay». Un puto superviviente. El rumano se me lanza encima, me grapa la nuca e intenta un cierre de rodillas. Buenos rodillazos, con energía, sin parar, buscando el hueco. La gente grita como jodidas bestias. Hay más saliva de estos hijos de puta en el octógono que sangre y sudor nuestros. 

–Eres una maricona ¿eh? –La rata insiste. Sabe que me ha jodido–. No me voy a pegar mucho a ti no vayas a comerme la po… 

No vio venir el gancho. Noto como su mandíbula se parte con el zurdazo y ya le estoy reventando las costillas con la diestra. No son dos golpes, son dos rayos. Un codo de izquierda ascendente le hace levantar la barbilla, sus rodillas ya no tienen fuerza. Está acabado. No me importa. Antes de que caiga agarro su brazo como un trapo y giro todo mi cuerpo creando un vacío de rotación. Su cabeza impacta contra el suelo del octógono como si fuera una marioneta rota. No me importa una mierda. Me abalanzo y le arreo todos los golpes de martillo que puedo a esa cara inerte antes de que el árbitro me abrace y nos separe. Me aparto porque me sale de los cojones.

Me aparto porque respeto a los árbitros. 

Suena la campana. 

El silencio del público indica que todo ha terminado demasiado rápido. Dos rounds, poco espectáculo. Los más atentos lo habrán disfrutado. Supongo. Veo a Jorge al otro lado de la malla y me dirijo hacia él. La gente tiene las manos en las caras, se tapan la boca, algunas chicas tienen los ojos tan abiertos que parece que jamás los vayan a volver a cerrar. Puedo leer en su expresión el «no puede ser… no puede ser…». Joder, si hasta Jorge está conteniendo el aliento mirando al puto rumano en el suelo. 

–Rubén… no me jodas que… –dice, como si no me conociera. Pego mi cara a la rejilla y le miro con ternura. 

–No está muerto. Pero del hospital no lo libra ni Dios.

Cuando el árbitro hace la señal, la gente suelta el aire con alivio. Yo sonrío y entonces el espanto se convierte en gritos de júbilo y gloria. Ahora el combate ya sí ha merecido la pena para todos estos hijos de puta. Si se roza la muerte ya importa poco si todo ha sido rápido. Sádicos…

–¡Vale, tío! ¡Sí, joder! –Me grita Jorge, eufórico–. Este es nuestro último clandestino, Rubén. ¡Se acabó! ¿Me oíste? ¡En cuanto tengas los 18, nos vamos a comer el mundo en los circuitos legales! 

Yo solo sonrío mientras me quito los guantes y las vendas. Veo las cicatrices de mis muñecas… me importa todo una mierda. Ahora solo pienso en mi puto móvil y en Nayara. Estaba super rara esta mañana al ir al instituto, y Víctor no paraba de joderla haciéndole preguntas sobre sus sueños. ¿Qué demonios le pasa? 

–¿Qué cojones te pasa? –Me grita Jorge agarrándome la cara. ¿Cuándo ha entrado en el octógono?– ¿Me estás escuchando chaval? ¡Vas a ser el puto mejor luchador de este país, Rubén!

Me levanta en el aire en medio de la multitud de bultos anónimos que corean mi nombre. La mirada se me cuela por entre brazos y cabezas hasta llegar a mi macuto, en el banco. Asoma mi móvil con la pantalla verde. Me están llamando.

¡Nayara!

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