—Uno de los momentos que más me agradan de tomar tierra es cuando las ruedicas del avión hacen la frenada y los cuerpos de los pasajeros se zarandean. Todos juntos contienen la respiración, como un único ser. Todos se saben frágiles en el interior de la bestia metálica. La tensión de tantos hombres y mujeres que se descubren incapaces de afectar a los acontecimientos, que saben que no pueden hacer nada pase lo que pase. No importa lo listos o lo fuertes que sean, son todos igual de frágiles. Si sale bien, órale, y si sale mal… pero sale bien, y entonces estallan en sonrisas y aplausos. En ocasiones incluso cantan. Es mi momento favorito de viajar en avión. Toda esa gente tiene Fe, y no lo sabe, Miguel. Aunque no sea Fe en Dios, sino en la máquina que los transporta. Tienen Fe y, cuando se tiene Fe, un pequeño empujoncito basta para llevarla en la dirección adecuada. Ellos tienen Fe en el avión solo por ignorancia, claro, confían en que nada falle y que las estadísticas se cumplan. Es perspectiva, como siempre. Altura. Dios es la máquina que nos transporta a todos, pero ellos no lo ven. Es su voluntad la que hace que la ciencia se cumpla y que el avión arribe. Como es su voluntad la que me ha traído aquí. Por su voluntad no soy un pescador que pretenda abrir los ojos a los que me acompañan en el avión. Por su voluntad soy un cazador, Miguel. Y he cruzado medio mundo para comprobar si lo que tiene su hermana dentro es un demonio o si ustedes son unos cuentistas que buscan sacar un poquitico de plata para poder comer.
Miguel Garnández tragaba saliva ante la mirada del cura mexicano. No parecía un cura. Sus ojos se acercaban más a los de un sicario de los del cartel de Jacoló, al otro lado del lago. Era anciano pero no parecía débil ni avejentado. Como si se alimentase de frutos secos y agua, dando a su cuerpo la misma impresión de dureza y elasticidad estoica. Estaban sentados en el destartalado porche de la casa de los Garnández. El calor estival del verano guatemalteco se aliviaba con la brisa que provenía del lago Izabal. La pequeña barca con la que Miguel se ganaba la vida estaba amarrada con un cabo, la goma rechinaba contra la madera.
—Señor, mi hermana no es mentirosa. Lo que sea que le pasa, le pasa. Yo solo sé que chilla de noche y tengo miedo, su marido se fue con sus hijos y solo quedamos mi abuela y yo acá para ayudarla.
Rafael Trento sacó el paño con calma y puso el objeto, velado, sobre la mesa.
—Y como no tiene tiempo para pescar mientras la cuida, pues se dedica a vender la madera de la casa.
—Y pues la gente quiere comprarla para protegerse. Hacen amuletos. Otros hacen clavas incluso, qué se yo… Al comienzo la robaban. Pues ahora la compran. Desde que ese curandero cerró con su magia la casa para que el demonio no escapara.
Rafael apartó el paño mostrando los treinta y cinco centímetros de acero de damasco y los doce centímetros de madera del mango, repleta de símbolos litúrgicos judíos, bantúes, mayas… y de quién sabe cuántas culturas más.
—Su hermana es mentirosa, Miguel. Y usted lo es también. Yo ya lo sé. Pero se muestra seguro en los ojos y eso me hace dudar. Igual tengo que buscar al demonio muy profundo dentro del pecho de su hermana, si no me dice lo que anda pasando por su casa. Y si no lo encuentro allí, igual lo tengo que buscar después por acá —respondió Rafael, tras coger el puñal, señalando con su punta al pecho del pescador. Este alzó las manos, reconociendo en la voz del cura el frío de quien se ha encontrado tantas veces con la muerte que ya trata la vida como un suceso transitorio. Entonces Rafael vio en el reflejo de sus ojos que, a su espalda, había algo oscuro de pie.
—Yo ya no sé qué más decirle, señor. Pensé que lo mandaban para arreglar este entuerto, pero está usted tan metido en la sangre como lo más negro de acá en Guatemala —el pescador entendió que el cura que tenía delante estaba dispuesto a culaquier cosa con tal de saber la verdad. El otro cura que los acompañaba en la conversación, atónito, entendió lo mismo.
El padre José Carlos Azpeitia, en pie, a unos metros de la mesa, tenía la boca abierta desde hacía varios minutos. Era incapaz de procesar los acontecimientos. Había recogido al emisario del Vaticano apenas hacía cinco horas en el aeropuerto de La Aurora, en ciudad de Guatemala, y lo había puesto al día de los sucesos extraños ocurridos en torno a la hermana del pescador. No eran muchos. Rumores en realidad. ¿Suficientes como para que el Vaticano enviase a un miembro de la Conferencia para la Doctrina de la Fe? Sin duda, no. El enviado, Rafael Trento, era un hombre afable y discreto, de mirada profunda y respetuosa. Tenía pinta de haber sido enviado para otra cosa, quizá revisar la situación de los escándalos del Obispo Márquez. No parecía interesado en los asuntos de la hermana del pescador pero… ¿cómo había podido cambiar tanto en solo unos minutos?
El puñal se clavó de pronto en la mesa con violencia, tan cerca de la mano de Miguel como para que este sintiera las espirales del acero de damasco.
—¿Dónde está el espejo, Miguel? —Preguntó Rafael Trento.
—¿Pues qué espejo, señor? En casa no tenemos ningún espejo, señor. Somos pobres como para tener uno, señor.
Rafael sacó de un bolsillo una minúscula medalla de santo Tomás.
—Éxodo 20:16, Miguel. «No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.» —Dijo, y pegó contra la mano del pescador la pequeña medalla, que reaccionó contra su piel como si fuera hierro vivo, quemándosela y haciendo que los gritos de Miguel se extendiesen lago adentro. José Carlos Azpeitia dio varios pasos alertado y consternado por los gritos, que no cesaban. Rafael lo detuvo mostrándole la palma de su mano, sin inmutarse ni dejar de apretar la medallita sobre la carne del pescador. Entonces le vibró el móvil. Lo sacó con calma con la mano libre y observó el mensaje de whatsApp:
«Deja lo que estés haciendo. Eres reclamado en Madrid. Algo grave. Xenoglosia khmer, señor Trento.»
Las palabras xenoglosia khmer se clavaron en su cerebro como una flecha divina.
Rafael guardó el móvil y retiró la medalla. Los gritos de Miguel cesaron. Su mano estaba como clavada a la mesa, pegada al puñal, como si este, de algún modo, la hubiese anclado a la misma madera que atravesaba.
—Ya no me queda tiempo, Miguel. ¿Dónde está el espejo?
Miguel no respondió, con la frente contra la mesa.
—¿Miguel? —Preguntó Rafael entrecerrando los ojos. Entonces notó como el aire de la casa se hacía pesado, cómo la oscuridad del interior de los pasillos se deslizaba y densificaba por momentos… como Miguel levantaba lentamente la cabeza hacia Rafael.
—Es mejor que me espere en el coche, padre Azpeitia… Si quiere volver a dormir tranquilo en su vida.