Etor no podía sentirse más feliz.
Hace apenas diez días le habían ascendido finalmente a Oficial en la gran curtiduría Wyerna. Alaia le había besado aquella noche en el Festival de las Orillas y, desde entonces, había trabajado duro para conseguirlo. Era la única forma en la que ella aceptaría formalizar una Argenosta Matrimonial y formar una familia con él.
Y ahora estaban juntos bajo el palio escarlata.
Ella comenzó a recitar sus palabras. Etor juraría que la lluvia se detenía a su alrededor, respetando la cadencia de sus frases. Alaia lucía más hermosa que nunca. Su sonrisa nacarada era radiante.
Sobre su pecho llevaba prendido el bonito broche de perlas que Etor le había regalado como parte de la Argenosta. “Sellar el Pacto”, se le llamaba. Alaia le había entregado, a cambio, un brazalete de plata confeccionado con sus propias manos en el taller de joyería en el que ella trabajaba. Una de las cosas que más le gustaba de ella era su capacidad para elaborar preciosas joyas a partir de los materiales más inverosímiles: aún lucía ese anillo de dura madera negra en su dedo.
Por eso era muy importante para él, debía entregar el regalo adecuado para Sellar el Pacto.
Su amigo Heron le había dado la solución. Conocía un lugar seguro para sumergirse en el Gigante y descender hacia los antiguos restos de Bridgewater bajo sus aguas. Una vez allí, sabiendo dónde buscar, no era muy difícil localizar las viejas burbujas de oxígeno. Y luego solo era cuestión de suerte y perseverancia encontrar algún tesoro abandonado desde hace siglos por sus antiguos dueños. Nombres que había devorado el tiempo desde hace muchos siglos.
Ahora Alaia lucía ese espectacular broche. Su cara de asombro y el brillo placentero de sus ojos al recibirlo fueron dignos de admirar. Bien había valido poner su vida en peligro. Por ella lo haría mil y una veces.
—¿De dónde lo has sacado? Es precioso —le respondió ella con voz queda cuando, una vez finalizados los ritos de la Argenosta Matrimonial, tuvieron unos segundos entre felicitaciones de amigos y conocidos.
Etor le dedicó una sonrisa pícara como única respuesta.
Y el día voló como impulsado por las alas de la felicidad, dando paso a la festiva tarde y esta, a su vez, a la noche intima.
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A Etor le despertó el repiqueteo de la lluvia sobre el suelo de su dormitorio. La ventana estaba abierta de par en par. Se había quedado frío, solo, en la cama.
Un extraño olor cenagoso y ferroso lo inundó por completo.
—Alaia, cariño… vuelve a la cama —exclamó Etor aún con voz adormecida.
Al no recibir respuesta, se levantó.
En el suelo bajo la ventana había un charco de agua a causa de la lluvia que entraba racheada por ella. Unas huellas de pies descalzos cruzaban la habitación, desde el charco hasta el interior de la casa.
Etor cerró la ventana. Y entonces escuchó el sonido.
Ris, ras.
Ris, ras.
Tap, tap.
—¿Estás trabajando a estas horas? —preguntó Etor a la oscuridad de la casa.
Estaba acostumbrado a que su muy reciente esposa trabajase hasta altas horas en algún encargo personal, pero hoy no era un día para ello. Y mucho menos a esas horas tan intempestivas.
Algo molesto, entró en la pequeña habitación que habían habilitado como taller personal de Alaia. La atmósfera a metal calentado y parafina lo envolvió nada más traspasar el umbral de la puerta.
Ella se afanaba intensamente sobre su banco de trabajo. Su camisón estaba mojado y manchado de barro. ¿Habría salido de casa con esta lluvia?
—Deja eso, cariño, y vuelve a la cama. Hoy no es día… —dijo Etor, rodeando la figura de su mujer para ver cuál era esa pieza tan importante que la había hecho ponerse a trabajar durante su noche de bodas.
Entonces vio su camisón, otrora blanco, salpicado de un diluido color carmesí, como si de una acuarela a medio secar se tratase.
—El bhoche… es pheciosho… tennía que … tennía que … mejodadlo… —balbuceó la joven joyera, levantando la vista de su trabajo y girándose a Eton con la mirada perdida en el infinito.
Todo su rostro y su boca estaban llenos de sangre, la cual chorreaba por su camisón empapado creando una mancha extensa y de bordes difusos. A Alaia le faltaban la mayoría de los dientes. Se los había arrancado con las tenacillas que usaba para trabajar.
Eton la observó horrorizado. Había engastado sus dientes en una especie de esfera de plata, a medio completar aún. En el centro, el broche de perlas brillaba seductoramente.
Entonces el joven se dio cuenta.
En esta pieza de arte macabro había demasiados dientes. Muchos más de los que le faltaban en la boca. Junto a las piezas más grandes, de Alaia, incrustados en la plata reluciente, se apreciaban dientes bastante más pequeños. Infantiles.
Y había decenas.
—Pero… Pero… ¿¡Qué has hecho, mi amor!? —gritó Etor, presa del pánico.
—Necesitaba phequeñas y phesiosas pehlas… —le respondió su esposa, enajenada, con los ojos desorbitados e inundados de lágrimas que chorreaban por sus mejillas y se mezclaban con la sangre, dibujando surcos carmesíes. Era como si fuera consciente de lo que había hecho, pero no pudiera evitarlo.
Observó de nuevo, horrorizado, el terrible y a la vez sugerente broche de perlas que había sacado de las profundidades de la ciudad inundada. Bajo la trémula luz de la luna, estas destellaban de una manera en la que no lo habían hecho antes. Y ese brillo solo se veía nublado por minúsculas sombras que se movían desordenamente, como proyectadas por diminutos embriones flotantes desde el interior de pequeños huevos.
Entonces, Etor comenzó a escuchar una voz en su interior.
Un relato de Leticia Cabezas y Jose Calvo “Calmujo”
Fuah-chaval!! Me encanta. Además, tiene un sabor único que refleja ese tono tan especial que tiene este escenario de campaña, que debería ser muy diferente a cualquier otro escenario de fantasía épica al uso.
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